sabato 19 settembre 2009

EL CASO DE P.P.

EL CASO DE PP (PRIMER VISTAZO)

Me estaba preguntando a mí mismo –mientras veía a lo lejos, desde mi ventana, los edificios de Santa Fe, esos que evocan el Primer Mundo- cuánta fuerza necesitaría en la lengua, garganta, labios, para hacer que uno de mis gargajos llegara hasta el inmaculado techo de mi oficina, cuando alguien llamó a la puerta. Me levanté algo molesto pero ya sonriendo servilmente (hacía mucho que no trabajaba y aunque pudiera gustarme, no era muy saludable comer sólo pan y cebollas) ante la posibilidad de un caso facil en el que no estuviera involucrado ningún perro o tipo de más de 60 kilos.

En la puerta no había nadie.

Contemplé la posibilidad de estar convirtiéndome en uno de esos seres que escuchan voces (y que las obedecen) en su cabeza o que vagan por las calles de la ciudad contando las colillas de cigarro tiradas o hablando solos en voz alta mientras se dan golpes en la cabeza, pero inmediatamente la abandoné al darme cuenta que lo que habían tocado no era la puerta, sino la ventana. No podía dudarlo. Sobre todo si tomamos en cuenta que cuando escuché de nuevo aquellos golpecitos y voltee, descubrí la flaquísima cara de un tipo que me sonreía tristemente y me pedía que le abriera.

Describir su cara sería una hazaña para cualquier escritorio público, y como yo no lo soy diré solamente que la suya era la cara más triste del mundo. Era como si lo acabaran de moler a palos en el callejón de enfrente. Cuando sonreía podía hacerle pedazos el corazón hasta al mismísimo diablo, o a Dios, según quien sea el culpable de las desgracias de uno. No quiso entrar a la oficina. Me explicó que hacia lo posible por “no entrar en ninguna parte”. Después de pensarlo un momento y de darle una hojeada a aquello que llamaba mi oficina me di cuenta que podía tener razón. Así que desde ahí, pero dándole muchísimas vueltas al asunto, me explicó su problema: Su amigo lo había dejado.